Las ganas de llegar a la Aldea Santa María tenían mucho
tiempo. Hubo una invitación permanente por parte de José Luis Sack de encontrarnos en la Aldea, desde el año 2010
en adelante. El año pasado pudo haberse hecho realidad, pero un inconveniente
burocrático me lo impidió. No iba a participar de la epopeya de los carros,
pero pensaba estar en la fiesta. Pero no. Y este año, si. Fuimos. Con
invitación a la fiesta de aniversario de la fundación del Museo Pedro Sacks,
fiesta que se aguó por la constante y persistente lluvia de días atrás.
Pero
este domingo en que fuimos amaneció luminoso, con el sol por todas partes y
allá fuimos, temprano como para tener el tiempo suficiente para escuchar no
sólo la bienvenida de José Luis sino también sus historias, y las historias de
la vida cotidiana de la familia Volguense mientras recorríamos el Museo.
Con
verdadero sentido hospitalario entramos en el Museo como si fuera nuestra casa
familiar, en la que podíamos reconocer a nuestros abuelos, a nuestra familia,
haciendo esas cosas que eran naturales de chico y que de grande comenzaron a
parecer extraordinarias porque dejamos de vivirlas. Volver otra vez a la despensa, que parecía la
abundancia de una familia trabajadora, tal vez pobre, pero que simplemente era
la previsión para el invierno, o para los momentos en que las cosas podía ser
necesarias. Ver otra vez donde guardaban la harina, donde colgaban los
chorizos, donde hacían la manteca y cada uno de los objetos cotidianos. Y con
cada objeto una historia y con cada historia la emoción de la memoria que se
recupera.
Y así fuimos pasando de sala en sala, de relato en relato,
de objetos que necesitaban preguntas, de respuestas que se acompañaban con
sonrisas porque José Luis adivinaba nuestro olvido. Y la cocina, y el comedor,
y el dormitorio, ese lugar sagrado que engendró la multitud de descendientes
que dicen hoy pasamos el millón y medio largo. Ese rinconcito de la piedad
familiar donde en el silencio se oraba, se pedía a Dios la buenaventura de una
cosecha tanto como de un hijo sano. Y ese dormitorio de las niñas y aquel
futuro de los muchachos con sus herramientas de trabajo y de taller que van
desde un simple cepillo hasta una herramienta inventada para suplir la
verdadera.
Y también escuchamos historias de sueños, de lograr la
terminación del Museo, de agregar otro, cerca, sobre la vida religiosa, y otro
más sobre la arqueología del lugar. La Aldea Santa maría se transformaba ante
nuestras miradas asombradas en la Aldea de los sueños. Soñaba José Luis, pero
también soñaban los que lo acompañan, hombres y mujeres que han descubierto que
haciendo conocer su vida, conocen y reconocen más la propia. Y lo hacen con la
generosidad del que te ofrece todo lo que tiene. No se queda con nada.
Creo que cada uno de los integrantes de este grupo que
llegamos desde La Plata, desde Quilmes, desde Buenos Aires y desde Paraná, en
algún momento nos hemos pasado la mano por nuestros ojos para secar un
lagrimón. Ese que nacen con la emoción y con la alegría de disfrutar mucho más
de lo que se había deseado. Es lo que encontramos en la Aldea.
Luego vino la entrega de nuestros libros que trajimos para
sembrar una biblioteca. También los libros se siembran y con el tiempo, tenemos
un cosechón de miradas, de puntos de vista, de poemas y de historias. Había
libros vinculados a la migración alemana del Volga, libros de autores Volguenses, libros religiosos como los misales de mi madre y de mi esposa, que
quedaron en la dulce compañía de los
objetos-compañeros del museo. Himnarios y libros de oraciones.
También libros
en alemán, libros de música alemana con sus partituras (surgirá algún coro?), y
libros en castellano, con todas las voces y opiniones, desde Cervantes hasta
Umberto Eco, desde los cuentos infantiles, a las enciclopedias y a las novelas
que todos tenemos ganas de leer. La idea era sembrar una biblioteca. No le
habremos “jodido” la vida a José Luis con un nuevo problema más? Pregunta que la comunidad deberá responder.
Como dijo Borges que una biblioteca es algo así como el paraíso, por ahí
estamos intentando crear el paraíso en la aldea. Se lo merecen.
Y la fiesta suspendida se recreó igualmente para nosotros.
Nos prepararon un almuerzo en el salón y disfrutamos la alegre compañía de los
lugareños hasta que apareció el postre, con sus Strep Kreppel, sus tortas de
limón y la guitarra de Javier Herrlein y
el acordeón de Atilio. Y con la música vino el baile y la alegría donde nadie
quedó fuera, y después del baile vino el
canto, donde Javier nos llevó de la mano a través de canciones hasta que
Rosita, nuestra catalana invitada, nos
brindó una canción de su amada Cataluña,
como agradecimiento a este revivir nostalgioso de la vida ancestral que quedó
en otras tierras.
Y al final la despedida. Nos fuimos todos con la alegría de
haber participado de una hermosa fiesta. Con un “vuelvan” que se transformó en
una fuerte invitación a repetir este paseo por la nostalgia y por los rincones
del corazón que hacía rato no paseábamos. Y entonces el corazón revivió una vez
en forma de sonrisas, de pelitos en las manos que se ponían de punta, en la cristalina
lágrima que se escapaba y que nadie quería que el otro la viera.
Gracias, aldea Santa María.
Si agrego una letra, arruinó la narrativa...
ResponderEliminarQue gusto leerte, como siempre, profesor!!!!
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