11/08/2019

Paseo por las Aldeas volguenses. Día 2. Aldea Santa María


Las ganas de llegar a la Aldea Santa María tenían mucho tiempo. Hubo una invitación permanente por parte de José Luis Sack de encontrarnos en la Aldea, desde el año 2010 en adelante. El año pasado pudo haberse hecho realidad, pero un inconveniente burocrático me lo impidió. No iba a participar de la epopeya de los carros, pero pensaba estar en la fiesta. Pero no. Y este año, si. Fuimos. Con invitación a la fiesta de aniversario de la fundación del Museo Pedro Sacks, fiesta que se aguó por la constante y persistente lluvia de días atrás. 


Pero este domingo en que fuimos amaneció luminoso, con el sol por todas partes y allá fuimos, temprano como para tener el tiempo suficiente para escuchar no sólo la bienvenida de José Luis sino también sus historias, y las historias de la vida cotidiana de la familia Volguense  mientras recorríamos el Museo. 

Con verdadero sentido hospitalario entramos en el Museo como si fuera nuestra casa familiar, en la que podíamos reconocer a nuestros abuelos, a nuestra familia, haciendo esas cosas que eran naturales de chico y que de grande comenzaron a parecer extraordinarias porque dejamos de vivirlas.  Volver otra vez a la despensa, que parecía la abundancia de una familia trabajadora, tal vez pobre, pero que simplemente era la previsión para el invierno, o para los momentos en que las cosas podía ser necesarias. Ver otra vez donde guardaban la harina, donde colgaban los chorizos, donde hacían la manteca y cada uno de los objetos cotidianos. Y con cada objeto una historia y con cada historia la emoción de la memoria que se recupera.


Y así fuimos pasando de sala en sala, de relato en relato, de objetos que necesitaban preguntas, de respuestas que se acompañaban con sonrisas porque José Luis adivinaba nuestro olvido. Y la cocina, y el comedor, y el dormitorio, ese lugar sagrado que engendró la multitud de descendientes que dicen hoy pasamos el millón y medio largo. Ese rinconcito de la piedad familiar donde en el silencio se oraba, se pedía a Dios la buenaventura de una cosecha tanto como de un hijo sano. Y ese dormitorio de las niñas y aquel futuro de los muchachos con sus herramientas de trabajo y de taller que van desde un simple cepillo hasta una herramienta inventada para suplir la verdadera.


Y también escuchamos historias de sueños, de lograr la terminación del Museo, de agregar otro, cerca, sobre la vida religiosa, y otro más sobre la arqueología del lugar. La Aldea Santa maría se transformaba ante nuestras miradas asombradas en la Aldea de los sueños. Soñaba José Luis, pero también soñaban los que lo acompañan, hombres y mujeres que han descubierto que haciendo conocer su vida, conocen y reconocen más la propia. Y lo hacen con la generosidad del que te ofrece todo lo que tiene. No se queda con nada.

Creo que cada uno de los integrantes de este grupo que llegamos desde La Plata, desde Quilmes, desde Buenos Aires y desde Paraná, en algún momento nos hemos pasado la mano por nuestros ojos para secar un lagrimón. Ese que nacen con la emoción y con la alegría de disfrutar mucho más de lo que se había deseado. Es lo que encontramos en la Aldea.

Luego vino la entrega de nuestros libros que trajimos para sembrar una biblioteca. También los libros se siembran y con el tiempo, tenemos un cosechón de miradas, de puntos de vista, de poemas y de historias. Había libros vinculados a la migración alemana del Volga, libros de autores Volguenses, libros religiosos como los misales de mi madre y de mi esposa, que quedaron  en la dulce compañía de los objetos-compañeros del museo. Himnarios y libros de oraciones. 
También libros en alemán, libros de música alemana con sus partituras (surgirá algún coro?), y libros en castellano, con todas las voces y opiniones, desde Cervantes hasta Umberto Eco, desde los cuentos infantiles, a las enciclopedias y a las novelas que todos tenemos ganas de leer. La idea era sembrar una biblioteca. No le habremos “jodido” la vida a José Luis con un nuevo problema más?  Pregunta que la comunidad deberá responder. Como dijo Borges que una biblioteca es algo así como el paraíso, por ahí estamos intentando crear el paraíso en la aldea. Se lo merecen.
Y la fiesta suspendida se recreó igualmente para nosotros. Nos prepararon un almuerzo en el salón y disfrutamos la alegre compañía de los lugareños hasta que apareció el postre, con sus Strep Kreppel, sus tortas de limón y la guitarra  de Javier Herrlein y el acordeón de Atilio. Y con la música vino el baile y la alegría donde nadie quedó fuera, y  después del baile vino el canto, donde Javier nos llevó de la mano a través de canciones hasta que Rosita, nuestra catalana invitada,  nos brindó una canción de su amada  Cataluña, como agradecimiento a este revivir nostalgioso de la vida ancestral que quedó en otras tierras.





Y al final la despedida. Nos fuimos todos con la alegría de haber participado de una hermosa fiesta. Con un “vuelvan” que se transformó en una fuerte invitación a repetir este paseo por la nostalgia y por los rincones del corazón que hacía rato no paseábamos. Y entonces el corazón revivió una vez en forma de sonrisas, de pelitos en las manos que se ponían de punta, en la cristalina lágrima que se escapaba y que nadie quería que el otro la viera.



Gracias, aldea Santa María.

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